Sobre la perversión de la mente

Crítica: Lost Highway

03 de abril de 2020 Pablo J. Tasso
Lost
Font: Amazon.es

“¿Cuál es tu nombre? ¿Cómo coño te llamas tú?”. Estas palabras reflejan a la perfección la sensación que uno percibe después de haber tenido el valor de permitir que David Lynch se cuele en su mente. Las casi dos horas de duración suponen un cómputo de imágenes magnéticas, plásticas y en algunos casos escalofriantes que no permiten apartar los ojos de la pantalla. 

Lost Highway es una de las mayores tormentas psicológicas que se han hecho en lo que podría considerarse el cine de masas de las dos últimas décadas. La imagen supera con creces el desarrollo narrativo, que junta una temática tan banal como los celos y el deseo sexual con el surrealismo y el onirismo mientras se sirve del heavy metal como telón de fondo. 

La banda sonora, arriesgada elección para cualquier otro tipo de película, empasta a la perfección con el desarrollo de la narración. Una composición simple empleada en los momentos de suspense y el heavy metal como indicio de la pérdida de cordura sientan el tono de la película: un producto complejo, enmarañado y que pretende martillear tu cabeza como si de una bola de demolición se tratase.  

¿Es posible que una película te hable? La ruptura de la cuarta pared es un recurso harto utilizado en el cine, pero no es el que se emplea en este caso. El manejo de los silencios, la duración de los planos y el uso del vacío son algunos de los métodos empleados por Lynch para mantener una tensión constante que te atrapa en el relato. La película juega con un elemento desequilibrante y siniestro: Mistery Man. Este personaje es una figura omnisciente, que parece tener en todo momento el control de una narración de la que, aunque el espectador es partícipe, no es capaz de desentrañar.  

El eje central de la trama es la propia conciencia. La cámara de vídeo simboliza la abstracción que todo ser realiza cuando pretende visualizarse a si mismo o imaginar como le ven los demás. “No me gusta recordar las cosas como sucedieron. Prefiero recordarlas a mi manera.”. Esta cita es una crítica sin tapujos al mundo de la cinematografía. El poder del séptimo arte para crear corrientes de opinión no es ningún secreto. Desde su uso propagandístico al desarrollo de vídeos publicitarios, rezuma influencia por cada uno de los 24 fotogramas que se suceden en un segundo.

La fotografía y los encuadres son simplemente magnéticos. Una historia que durante los primeros minutos no suscita mayor interés que la curiosidad por ver como evoluciona la relación marital del protagonista, se convierte en un imán de suspense que no permite apartar la vista de la pantalla. El juego con la dualidad, con la luz y la oscuridad, queda perfectamente plasmado en momentos como en el que Fred se adentra en la negrura del pasillo, para volver unos interminables segundos después convertido en un ente de rostro hierático que poco tiene que ver con el ser que poco antes ocupaba su lugar. 

La sensualidad y el erotismo se encuentran presentes durante gran parte del metraje. Patricia Arquette da vida a una suerte de femme fatale que a su vez vuelve a reflejar la dualidad citada con anterioridad. Su actitud reservada encarnada por René contrasta con el afán seductivo de Alice. La oposición entre el color de sus cabelleras y su relación con Fred y Pete no hacen si no afirmar ese dualismo, un tema secundario que a pesar de su fragilidad es manejado con maestría. 

La seducción es lo que sirve como motor de la trama. Toda acción transcurrida en la película ocurre como consecuencia de un acto derivado del amor: celos, cuernos, traiciones y en su versión más explícita, con la pornografía. El deseo sexual es lo que termina por pervertir a cada uno de los personajes principales de la trama, a todos menos a Mistery Man. Lo único que puede deducirse es que este personaje es la encarnación del planteamiento de la historia, es decir, la representación de todo lo que ha permitido construir el relato de Fred y Pete; el ser detonante de todas las acciones que emprenden los protagonistas. 

La introducción de una especie de narrador como es Mistery Man responde a un elemento clásico de la narración: la voz en off que relata todo aquello que ocurre en la historia y que es sabedor de todos y cada uno de los detalles de los personajes. La diferencia es que no ejerce el papel de narrador clásico, de hecho uno no se plantea la posibilidad de que este personaje ejerza ese papel hasta en el instante en el que dice las palabras con las que empieza esta crítica. Es el encargado de desencadenar los puntos de giro, llevando sobre sus hombros el peso de la trama y el suspense de la acción. “Nos conocemos, ¿no lo recuerdas?”. Claro que nos conocemos, el narrador de una historia siempre esta presente en los cuentos, en los relatos, pero no suele manifestarse de forma tan clara en una película. Eso es lo que le convierte en un elemento que genera angustia. 

Esta “carretera perdida” es una película que se sale de los estándares habituales, pero es plenamente consciente de lo que es: un producto cuyo objetivo no es contar una historia de características clásicas, ni crear unos personajes con los que empatizar, sino un experimento cinematográfico a caballo entre los sueños, las pesadillas y la psicología más oscura del mismo ser humano. Al fin y al cabo, ¿no es la vida una lucha cíclica y constante contra nuestros miedos? 

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