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Crítica: Dolemite
12 de abril de 2020 Pablo J. TassoAlma. Carácter. Carisma. Están son las características que convierten Mi nombre es Dolemite es una película dinámica que permite viajar por un mundo ameno y entretenido entre ritmos de blues, funk y las rimas de un incipiente rap que se convertirán en la piedra angular de la cultura afroamericana de finales del siglo XX. La película, basada en la vida real del ecléctico Rudy Ray Moore narra la caída de un hombre que en el pasado parecía aspirar a todo y contaba con un talento sobrante. El casting no podría ser más adecuado: ¿Quién mejor para encarnar al personaje que el mismísimo Eddie Murphy? Uno de los actores afroamericanos referentes en los 80 y 90 al que la industria había dado la espalda y cuyas últimas apariciones habían sido catalogadas entre las menos rentables del cine. La interpretación de Murphy es perfecta, creíble y sobre todo cautivadora.
Para disfrutar la cinta en su totalidad es necesario su visionado en versión original. El personaje no es ni más ni menos que el bautizado por las generaciones posterior como “El Padrino del rap”, por lo que, pese al gran trabajo del doblaje intentando imitar la musicalidad de las rimas, la retahíla de juegos de palabras, obscenidades y chascarrillos alcanza su mayor esplendor en su inglés nativo. Sin duda la cinta es un homenaje a ese cine de la blaxploitation que inundó las salas norteamericanas en la década de los 70 (y a quien Quentin Tarantino ya rindió su homenaje personal en Jackie Brown).
Mi nombre es Dolemite es una cinta que consigue llevarte al mundo de los personajes, haciéndote partícipe del constante zarandeo que experimenta el protagonista del foso a la cumbre en su obsesiva caza del éxito. Craig Brewer aporta una dirección magnífica y adecuada a la obra, siendo casi invisible y dinamizando la narración cuando parece estancarse. La película se convierte en un rodaje dentro de un rodaje, pero lo más interesante es lo que se consigue transmitir: Dolemite es un personaje que jamás se rinde por bajo que caiga y eso es algo que contagia tanto a sus compañeros como al espectador. La amistad, la autoestima y la camaradería fruto de la pasión por hacer algo tan loco como es la producción de una película son unos valores que no solo se tratan, si no que consiguen atravesar la pantalla.
Los Oscar se han olvidado de Dolemite, pero es una producción a tener en cuenta. Su planteamiento y estructura son muy genéricos, sin aportar nada novedoso, pero no solo vive de innovación el cine. ¿Hay algo más placentero que una historia bien contada? Desde su comienzo con los primeros acordes de Let’s get it on de Marvin Gaye, Dolemite nos introduce en su mundo de vinilos setentero en un barrio negro, continuando con sus títulos de crédito al más puro estilo Cosas de casa y un diseño de producción enamorado de la vestimenta dandy del periodo.
La dinámica entre un Wesley Snipes paródico de si mismo y Eddie Murphy aportan un tinte cómico muy veraz, dejando una de las escenas más desternillantes de la película. El reparto es equilibrado y solvente, con unos actores que consiguen que te encariñes con sus personajes, con mención especial para una Da’Vine Joy Randolph poderosa y entrañable en su papel de Lady Reed. Haciendo su pequeño homenaje a la figura de Moore, Snoop-Dog hace su aparición en la cinta, además de un Chris Rock y un Bob Odenkirk en unos papeles tan sencillos como cómicos.
Dolemite es una película perfecta para un mal día, para un momento de flaqueza o para cuando parece que nada puede ir bien. Dolemite es proactivo: no se queja del mundo que le rodea, si no que hace todo lo que está en su mano para extraer el máximo jugo con los recursos que tiene. Dolemite es un canto a la camaradería, al cine, a la constante persecución de los sueños. Puede que la fórmula se haya gastado demasiado, que las historias del “sueño americano” estén muy vistas y que casi nunca se hagan realidad, ¿pero no es precioso que durante dos horas esa emoción de que todo es posible se haga real?
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